Llego al teatro Tabaris con todas las expectativas de ver una obra genial, desopilante y sorprendente, ya que es una obra comentada y recomendada por todos los críticos y los medios. Era apenas un niño, tenía mis siete años recién cumplidos y mi madre estaba loca por ver esta obra (en aquel entonces con Oscar Martinez, en el papel que ahora encarna José Luis Mazza). Abro el programa y veo que la dirección general está a cargo de dos de los tres actores (Darín y Palacios) y recordé que, cerca del estreno, en el programa de Fernando Bravo, Palacios dijo que estaría a cargo de ellos ya que conocen la obra íntegramente. Y luego de ver el completo desarrollo de la pieza de esta brillante dramaturga, comprobé el pleno conocimiento de cada uno de los textos interpretados.
“Son tres amigos y un cuadro blanco”. Al saber solamente eso como argumento principal de una pieza teatral, uno espera que se reiteren ciertos temas. Las primeras escenas se centran en la pintura, pero luego la obra crece desmedidamente. En ningún momento decae y se mantiene la atención en los actores en toda la hora y veinte (aproximadamente) que dura la obra (a excepción de cuando suena un teléfono celular en la sala, que involuntariamente la cabeza se gira hacia el dueño de dicho aparato, y produce una desconcentración temporaria de lo que pasa en escena).
Si del texto debemos hablar como unidad independiente (sin meternos en las interpretaciones y en la dirección) es realmente increíble. La obra puede tomar diversos sentidos en los espectadores, ya que tiene muchos mensajes claros: amistades, relaciones de pareja, mentiras, sometimientos. Cosas de la vida y las relaciones cotidianas, que plasmadas en una obra de teatro producen una explosión de emociones en el público.
La sala estaba llena, y todas esas personas aplaudieron cuando apareció el último del trío: Ricardo Darín. Soy consciente de que está pasando por uno de sus mejores (por no decir el mejor) momento de su carrera. Al verlo arriba del escenario, con sus tonos, sus gestos y sus constantes miradas hacen entender el por qué de dicha situación. Encarna un personaje que rodea al sometido del grupo, siendo siempre el que trata de solucionar las problemáticas ajenas, sin importar si lo perjudican a sí mismo. Con momenos increíbles (se me vienen inmediatamente dos a la mente: cuando llega tarde a la casa de Sergio, y cuando lee lo dicho por su terapeuta). Sin duda, imperdible.
Pero, a decir verdad, no son todas rosas, ya que la obra va en crecida, y el lugar en el que comienzan algunos actores no es el mejor.
Germán Palacios empieza con una tonada de voz que, en ciertas oportunidades, se asemeja a lo sobreactuado, pero luego se comprende que es parte de ese personaje, de su forma de hablar y de su forma de impartir los conocimientos sobre sus amigos.
Sin embargo, el personaje de Marcos (José Luis Mazza) mantiene una tonalidad que se asemeja bastante al grito injustificado. Tal vez en ciertas situaciones, dicho tono podría llegar a causar un buen efecto, pero al ya haberlo visto, no sorprende.
La puesta en escena es sencilla, pero no por eso escasa. Es un living que, al sacar una compotera metálica y un cuadro, se convierte en otra casa.
La iluminación no tiene grandes momentos. Para destacar es que, en los momentos en los que el cuadro está en escena y alguno de los actores habla a público, la pintura recibe una iluminación focalizada que hace que no saques de la mente el tema en cuestión.
Sin duda, una pieza que, por más costosa que sea (como acostumbran ser los espectáculos que se llevan a cabo en los teatros de Carlos Rotemberg) vale la pena verla, y aplaudirla de pie al finalizar la función.
(Función: Miércoles 3 de marzo)